miércoles, 16 de septiembre de 2009

Cuando sólo queda esperar


La muerte en la tercera edad deja de ser una presencia ausente y comienza a ser una presencia próxima. Se hace latente y hasta tangible cuando la familia se desintegra por esta causa.
Es justamente lo que a Elsa Fielder le está ocurriendo.

Su mirada está fija en el infinito, como queriendo retener algo en su memoria que ya no le pertenece. Su voz está entrecortada, algo extraño en esta mujer de origen alemán. Al responder a la pregunta “¿Cómo está?”, sólo levanta sus cejas, inspira profundamente y esboza una mezquina sonrisa.
Acaba de llegar a su departamento. Viene de visitar a su hermano Checho, quien lleva días agonizando en un hospital en Valparaíso. Él tiene 76 años; ella 82. En su mirada se ve la pena que siente por su hermano, y por una familia en la que cada vez quedan menos integrantes. Elsa Ludmila Fielder Alvarado se encuentra nuevamente enfrentada a la muerte. Una muerte que a esta edad tiene otro significado. ok
Cada mañana, Elsa parte su jornada a las seis para iniciar su trabajo de ocho horas como nutricionista en una empresa de servicios alimenticios: “Llevo más de cuarenta años trabajando ahí. Los conozco a todos: al dueño que no tenía ni uno cuando comenzó (con la empresa)… Ahora el viejo es un ricachón”. Levanta las manos como buscando una explicación, y la encuentra cuando mira su regazo. Elsa está segura de que parte de esa riqueza le pertenece.
‘Ludy’, como le gusta que le digan, maneja un Daewoo verde automático. Pero para ir a su trabajo prefiere tomar el metro, aunque eso implique salir a las siete y veinte de la mañana y regresar pasada las ocho de la noche. “No sabría qué hacer si dejo de trabajar. No quiero ni pensarlo”, afirma moviendo la cabeza de un lado a otro.
Está sentada en el sofá de su departamento en la comuna de La Florida, donde las murallas y alfombras son de colores café. El comedor es demasiado pequeño en comparación con el espacio que, claramente, le está asignado. Todo está muy ordenado y prolijamente limpio. Su canario amarillo, llamado ‘Américo’, es el único que con su largo cantar quebranta el silencio que impera. En la mesa lateral hay un gran florero y una foto de ella con su fallecido esposo, sosteniendo a un niño que podría ser su bisnieto. La pareja no tuvo descendientes. “No sé por qué no tuvimos hijos. Cuando nos dimos cuenta ya era tarde”, dice bajando la mirada. Queda claro que el tema llega hasta ahí. Buenas imágenes…
Se entusiasma en mostrar el resto de su departamento. Rápidamente se levanta y va a su pieza. Abre el ropero, que más bien parece la bodega de una multitienda. “Y los otros dos están iguales”, señala con orgullo. Al lado de su cama de dos plazas hay un alto de revistas que sobrepasan las rodillas. Todas son revistas femeninas, y ninguna de ellas parece tener más de cinco meses. Están todas: ‘Cosas’, ‘Caras’, ‘Vanidades’, ‘Para tí’, ‘Ya’. Sorprendentemente, en medio de las ‘Paula’ y ‘Mujer’, es posible encontrar ejemplares de la revista ‘Cosmopolitan’.
Va a la peluquería todas las semanas para mantener el color rubio de su pelo. Practica natación, ya que es el único deporte que puede realizar por la prótesis en su cadera. Y cuando tiene que dar su RUT en voz alta, siempre comienza con los dos primeros dígitos: “veintiuno, ochenta y tres…”.
Prepara una once contundente para dos personas. Su mirada se fija en el infinito y con voz entrecortada recuerda a Checho: “Estoy mal, tener que revivir la muerte es algo doloroso. Ya me pasó con mi marido y con mi otro hermano. Cada vez quedamos menos… no, y con Checho no hay vuelta atrás, no le deben quedar más de dos días, nos dijeron los médicos”.
Lo que más le duele a Ludy de la eventual muerte de su hermano es el completo abandono por el que está pasando sus últimos días. La esposa de Checho lo internó en un hogar, ya que ni ella ni su hija podían con su cuidado. “Nadie en mi familia ha muerto en esas condiciones y ellas apenas lo van a ver”, señala Elsa, con un tono que mezcla la desesperanza con la rabia. Pero detrás de esas réplicas contra la familia de su hermano, también se esconde su propio temor.
En un estudio de la sicóloga de la Universidad de Chile Liliana Vilches es posible extraer: “Sin duda, el envejecer es un acercarse a la muerte, al tiempo de morir; para el adulto mayor la muerte es una normativa, representa “lo esperado”. Más que una presencia ausente, ahora la muerte es una presencia próxima”. Es buena esta idea, le da peso a la historia, pero queda descontextualizada de esta forma, como anexa.
Y es así justamente como Ludy se siente. Su teléfono suena y, por su cara al contestar, son noticias de su hermano. Cuelga. Suspira y señala: “Sólo me queda esperar”. ¿Por su hermano? “No, por mí. Ahora falto yo no más”.

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